
“El país no se cambia con odios, sino con acuerdos sobre lo fundamental.”
— Álvaro Gómez Hurtado
Ser hijo de Laureano Gómez fue un sino político para Álvaro Gómez Hurtado, a quien le tocó cargar con el peso histórico del nombre de su padre. Sus contradictores, aprovechando ese vínculo familiar y el pasado de Laureano, crearon en el ideario colectivo la imagen de un “monstruo” al que había que temerle por ser conservador. Los prejuicios sobre su nombre y su filiación política le impidieron dirigir los destinos de Colombia, privando al país de tener a un gran dirigente con visión de estadista al frente de la nación.
El pasado 2 de noviembre se cumplieron 30 años de su magnicidio ocurrido en Bogotá. El nombre de Álvaro Gómez Hurtado está ligado a la historia política del país: su ideario representaba los valores tradicionales del Partido Conservador, el partido de Mariano Ospina Rodríguez y José Eusebio Caro, fundado en 1849, que ha sido parte esencial de la vida democrática de Colombia.
A diferencia de su padre Laureano, recordado por su carácter recio y sus posturas autoritarias en tiempos de profunda confrontación partidista, Álvaro Gómez fue un demócrata integral, un hombre de diálogo y reconciliación. No heredó los extremos de su progenitor, sino su disciplina intelectual y su sentido del deber. Sin embargo, el peso de aquel apellido lo acompañó como una condena: muchos le temían porque creían ver en él la sombra de Laureano, sin entender que su pensamiento había evolucionado hacia una visión moderna, si se quiere liberal en el mejor sentido del término, profundamente humanista.
Su figura alcanzó una dimensión histórica en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, donde fue uno de los grandes articuladores del consenso que permitió redactar la nueva Constitución. En un escenario plural, donde convergieron antiguos adversarios, guerrilleros desmovilizados, líderes de izquierda y representantes de la vieja clase política, Gómez Hurtado se destacó por su talante conciliador. Su aporte fue clave para construir una Carta Política que sustituyera el lenguaje del odio por el del entendimiento, y sentara las bases de un Estado más participativo y respetuoso de los derechos humanos. Sus aportes quedaron plasmados en temas como la independencia del Banco Central, la elección popular de gobernadores, la descentralización y la participación ciudadana, así como en su impulso a la reconciliación nacional.

Su concepto del “Acuerdo sobre lo Fundamental” sigue siendo una de las ideas políticas más lúcidas de nuestra historia contemporánea: un llamado a la unidad nacional por encima de las diferencias ideológicas, para rescatar los valores esenciales que sostienen la convivencia. Gómez insistía en que había mucho que conservar: la familia, la seguridad, la ley, el orden, la propiedad privada y la creencia en Dios. No como consignas partidistas, sino como pilares de una sociedad estable y moralmente fuerte.
Era un conservador moderno, más preocupado por la ética pública que por la disputa del poder. Un pensador que creía que el Estado debía ser garante de la justicia social sin sacrificar la libertad individual. Su verbo era firme, pero su espíritu tolerante. En él convivían el político, el filósofo y el maestro.
Su legado académico se plasmó en la Universidad Sergio Arboleda, institución que fundó con la convicción de que la educación era el verdadero camino hacia la libertad. Quienes lo conocieron recuerdan su pasión por formar jóvenes en el pensamiento crítico, en el respeto a la ley y en el amor por Colombia. La Sergio Arboleda fue, en muchos sentidos, su proyecto más duradero: una apuesta por la formación integral del ciudadano.
Antes de su asesinato, Álvaro Gómez Hurtado fue secuestrado en 1988 por el M-19, hecho que no le impidió perseverar en su propósito de luchar por la paz de Colombia. Años más tarde, el 2 de noviembre de 1995, fue ultimado frente a la Universidad Sergio Arboleda. El magnicidio de Álvaro Gómez Hurtado sigue siendo una herida abierta en la historia nacional. Tres décadas después, el país aún se pregunta quién o quiénes ordenaron su muerte. En distintos momentos se ha señalado a sectores del narcotráfico, a enemigos políticos y, más recientemente, a las propias entrañas del poder. Lo cierto es que su asesinato privó a Colombia de una conciencia moral en tiempos de profunda crisis. Su voz, incómoda para muchos, denunciaba con valentía la corrupción, el clientelismo y la degradación de la política.
A Álvaro Gómez Hurtado lo mataron los mismos vicios que él quiso erradicar: la corrupción, la mezquindad y el miedo a la verdad. Su muerte fue una advertencia y su vida, una lección. Hoy, cuando el país parece extraviado entre la polarización y la desconfianza, su ejemplo sigue siendo un faro para quienes creen que la política puede ser un acto de decencia.
La diferencia entre Álvaro Gómez, el estadista, y un simple político radica en que este último piensa en el corto plazo y en su beneficio personal, mientras que un estadista mira a largo plazo, preocupado por el bien común y por el futuro de las próximas generaciones.
Desde esta columna rindo homenaje al gran estadista, de mente preclara, que fue Álvaro Gómez Hurtado: un hombre que influyó en gran medida en mi pensamiento de demócrata integral, pero que también me enseñó a conservar aquello que es inmanente al ser humano: sus derechos y libertades. En ellos descansa, sin duda, la esencia de una sociedad justa.






