
“¡A salvar la democracia, maestro!” — Cr. Alfonso Plazas Vega
Fue la célebre frase pronunciada por el coronel Alfonso Plazas Vega durante la retoma del Palacio de Justicia, con la que recuerdo los trágicos sucesos vividos a raíz del asalto al Palacio de Justicia en 1985. Aquel 6 de noviembre de ese año acababa de llegar a la residencia de pensionado donde vivía en Barranquilla, después de clases en la universidad, cuando me sorprendió una noticia que estremeció al país: un comando del M-19 había tomado por asalto el Palacio de Justicia.
Serían las once de la mañana cuando sintonicé Caracol Radio y escuché la voz de Yamit Amat narrando lo que ocurría en el corazón del poder judicial en Colombia. En la transmisión se oían disparos provenientes del interior del edificio. A medida que se conocían nuevos detalles, crecían mi asombro, mi dolor y una profunda sensación de impotencia.
Desde ese momento no me despegue del radio atento a cada informe. La angustia aumentaba con cada minuto. Las noticias eran confusas, los comunicados oficiales escasos y las versiones contradictorias. En medio del caos, la voz del magistrado Alfonso Reyes Echandía —presidente de la Corte Suprema de Justicia— clamando por un cese al fuego, conmovía al país entero. Era el eco desesperado de una justicia atrapada entre el fuego cruzado, implorando sensatez en medio de la barbarie.
La majestad de la justicia, como institución del Estado de derecho, había sido herida mortalmente: víctima de un grupo guerrillero que, por la fuerza, quiso doblegar a un poder del Estado, a unos magistrados que no negociaban con el crimen y a una sociedad que ya venía soportando los horrores del terror y la violencia.
No puede olvidarse que los intereses de la mafia del narcotráfico se entrelazaban en el trasfondo de aquel asalto. Ese mismo día, la Sala Constitucional, presidida por el magistrado Manuel Gaona Cruz, estudiaría la constitucionalidad de la ley aprobatoria del tratado de extradición con Estados Unidos. La extradición era el mayor temor de los capos del narcotráfico y una de las razones ocultas detrás de muchos de los hechos que ensangrentaron al país.

Era la Colombia del miedo: la del narcotráfico desbordado, con el cartel de Medellín imponiendo su poder corruptor y sangriento. La muerte se había vuelto paisaje y la violencia, una rutina nacional. Carros bomba, secuestros, sicariato motorizado y la llegada al poder de una clase emergente financiada por dineros calientes habían convertido al país en un Estado donde la fuerza y el terror pretendían reemplazar al orden legal. Pablo Escobar, líder del cartel de Medellín, y sus socios desataron una guerra sin piedad contra la institucionalidad, amenazando con socavar los cimientos de la democracia para poner al Estado al servicio de sus intereses.
Cuarenta años se cumplen del llamado Holocausto del Palacio de Justicia y el recuerdo sigue vivo. El tiempo no ha borrado las imágenes de los escombros, los rostros de los desaparecidos ni las preguntas sin respuesta. Recordar no es abrir viejas heridas: es impedir que se repitan. Aquel 6 y 7 de noviembre de 1985 deben seguir siendo un llamado de atención para que la justicia, la verdad y la vida jamás vuelvan a quedar bajo el fuego de la intolerancia ni al arbitrio del poder. Difícil olvidar las voces de quienes, en medio del fuego cruzado, intentaban preservar la vida y la dignidad. Aún resuenan las súplicas del magistrado Alfonso Reyes Echandía, rogando al presidente Belisario Betancur que cesaran los disparos para salvar a los rehenes. O aquella frase, tan dura como simbólica, del coronel Plazas Vega: “¡A salvar la democracia, maestro!”, mientras las llamas consumían uno de los símbolos más sagrados del Estado de derecho.
Imposible olvidar la forma cruel y salvaje en que fueron asesinados civiles indefensos, funcionarios, empleados y magistrados que, fieles a su juramento, cayeron víctimas de la barbarie terrorista del M-19. Durante décadas la verdad se mezcló con el humo, el silencio y la impunidad.
El Palacio de Justicia no fue solo una edificación tomada por las armas; fue el corazón mismo de la justicia colombiana reducido a escombros. Ese día, Colombia perdió mucho más que a sus jueces: perdió parte de su fe en las instituciones y en la posibilidad de que la razón prevaleciera sobre la violencia.
Hoy que la nación necesita más que nunca la unidad entre sus poderes, las altas cortes preparan homenajes para recordar aquel suceso trágico y honrar la memoria de las víctimas. Sin embargo, a dichos actos no ha sido invitado el presidente de la República, Gustavo Petro, antiguo militante del M-19, quien durante su gobierno ha mantenido una relación tensa y crítica con la justicia. El recuerdo del Holocausto del Palacio de Justicia debe llevarnos a una profunda reflexión: ¿hemos aprendido algo? Mientras la justicia siga siendo campo de disputa entre poderes y pasiones políticas, la lección del Palacio de Justicia seguirá sin aprenderse. La democracia se defiende con respeto a las instituciones y memoria para no repetir la tragedia.






