
Me animé a leer el pasado fin de semana la obra del abogado y periodista Alberto Casas titulada “Profecías de un optimista” lo cual como primera medida para quien lo lea, resulta un acto de resistencia, en tiempos donde el pesimismo se ha convertido en doctrina de Estado, dada la incertidumbre jurídica, la polarización política y el descrédito institucional.
Veamos. Una de mis primeras conclusiones al leerlo es que no es un libro o manual de autoayuda como en principio por el título pensaríamos; es, en el fondo, una reflexión política con profundas implicaciones jurídicas. El autor propone un optimismo racional como método respecto a la degradación del debate público y a la erosión de la confianza en el Derecho como herramienta de civilización.
Ahora bien, podríamos sostener que la tesis central del texto del Dr Casas Santamaría se inclina al indicar que el futuro del país depende de nosotros mismos; y ello solo se logra cuando seamos capaces de recuperar la fe en el Estado de Derecho. Sus “profecías” son, en realidad, advertencias jurídicas y éticas, y claro que lo compartimos, en la medida que la Constitución no juegue un papel decorativo y el respeto por la Ley no se relativice según el interés político del momento, de lo contrario indefectiblemente ningún proyecto de nación será posible.
Por ello, el optimismo debe valorarse no como sentimiento, sino como un deber ciudadano. Es decir, en términos constitucionales, lo asimilamos a la exigencia del principio de confianza legítima, la cual es esa garantía implícita que obliga al Estado a actuar de forma coherente, de buena fe y con previsibilidad. En la medida que los poderes públicos defraudan la confianza de sus gobernados, se vulnera el pacto establecido en el artículo 1° de la Constitución Política que determina a “Colombia como un Estado social y democrático de derecho”.

En uno de los pasajes más interesantes del libro, el autor se pregunta si Colombia logrará alguna vez la paz, concluyendo que la misma no se decreta al contrario, se construye con justicia, equidad y el cumplimiento del orden jurídico. Refuerza el discurso político que ha trascendido por décadas en donde se dice que mientras en las provincias o regiones de Colombia no se satisfagan los derechos fundamentales de las personas, no existirá paz en nuestro país.
Dicha afirmación podría traducirse en términos normativos en el mandato del artículo 22 de la Carta, que reconoce la paz como un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento. El autor nos recuerda en su texto que la “paz total” no se logra en los titulares de prensa, sino en la efectividad de los derechos, en la seguridad jurídica y en la fortaleza institucional.
El libro también presenta una demanda ciudadana cuando advierte sobre el riesgo de continuar la polarización y la manipulación mediática, ya que el discurso público está dejando de lado la argumentación desembocando en una crisis en la deliberación. Es decir, si lo miramos en clave jurídica, esto se traduce en la trivialización del Derecho como instrumento técnico. Por ejemplo, hoy en medio del proceso electoral abundan los discursos que apelan a la Constitución Política solo para legitimar una urgencia ideológica, olvidando que “el Derecho -como lo enseñó Ferrajoli- existe precisamente para poner límites al poder y proteger lo indecidible”.
Es así como el autor con su estilo sobrio y analítico, se distancia del discurso apocalíptico que domina la conversación pública. No niega los males del país -la corrupción, la violencia, la desigualdad-, pero advierte que el mayor peligro del cual no podríamos escapar es el escepticismo ciudadano, cuando dejamos de creer en la justicia, ese vacío lo llenan los populismos autoritarios, los moralismos improvisados y a los que el maestro Byung Chul-Han ha denominado “verdades” digitales. Por ello, en el libro hay un llamado al Derecho, para que no se convierta en espectáculo sino en norma de convivencia.
En suma, el texto nos demuestra que es el optimismo, entendido como confianza activa, es la base de la legitimidad del orden jurídico, en la cual una sociedad como la colombiana que no confía en sus instituciones no puede exigir eficacia. La esperanza, diría Casas, no es un lujo del espíritu, sino una condición de la democracia.






