
“Existe la esperanza de que se puede soñar y trabajar por una Guajira distinta, por una Colombia distinta.” Con esta frase concluí mi última columna, hace casi tres años.
En ese entonces, mientras terminaba mi servicio para el gobierno nacional saliente y repasaba experiencias en la gestión pública, asesorando a autoridades locales o participando en proyectos estratégicos relacionados con el acceso a agua potable y la transición energética en La Guajira, me preguntaba cuál debía ser el siguiente paso. Si realmente valía la pena seguir en el sector público o si, dados sus costos, exposición y sacrificios, era hora de replantear el camino, tomar un respiro y “vivir más tranquilo”.
Sin haberlo planeado, ese discernimiento, junto con una mezcla de sentimientos —satisfacciones y algunos sinsabores—, me impulsaron a iniciar uno de los periodos más trascendentales de mi vida, que ha ido marcando la ruta a seguir. Un periodo caracterizado, en principio, por la búsqueda de respuestas internas, silenciar ruidos, dedicar más atención a la familia, tener mayor enfoque laboral y reforzar la disciplina. Pero, sobre todo, por un profundo encuentro con Dios. Él es la luz.

A medida que transcurre el tiempo, veo con mucho agradecimiento aquel momento, porque más allá de definir con prontitud cuál debía ser el siguiente paso, según la lógica humana de alcanzar éxitos académicos y profesionales, comprendí que ese interrogante fue indispensable para dar un paso aún más importante, previo a cualquier otro: comenzar a vivir a Dios de manera diferente. Ya no desde la tradición familiar, como católico, sino desde la conversión. Una vivencia que remueve las entrañas, confronta creencias, cultiva la vigilancia interior, derriba mentiras disfrazadas de verdades, y exige renuncias, algunas difíciles.
Es un bello proceso que la Virgen María y mi madre, desde el cielo, custodian durante cada segundo. Un camino en el que también he ido reafirmando la vocación de servicio. Servir y darse todo a todos, sin distinción, es un medio para consagrarse a Dios y llevar más personas a Él, empezando por los más cercanos. Entendiendo que nuestras imperfecciones, las pruebas y los costos de este andar, son parte de las cruces que debemos abrazar con fidelidad, constancia, paciencia, humildad, sabiduría, valentía y amor.

Ciertamente, transitar el mundo con esta convicción no es tarea fácil. Hay que enfrentar muchas situaciones que intentan estigmatizar, desmotivar, ridiculizar y limitar la esperanza de soñar y trabajar por una sociedad distinta, manteniendo firmes los principios de fe. Sin embargo, esta realidad puede mejorar si más personas, movidas por la misma convicción, se atreven a sembrar semillas de cambio desde diversos espacios, como la política, las empresas, los apostolados, las comunidades o incluso desde sus propias familias.
Hace poco, el Papa León XIV decía “aspiren a cosas grandes, a la santidad, allí donde estén. No se conformen con menos.” Así es. Con todo esto entendí que Dios me pedía, en un giro de 180 grados, dar el siguiente paso teniéndolo a Él primero y en el centro, como guía de una ruta que se construye sobre roca, no sobre arena, y que cada día me llena de razones para vivir, con gratitud y orgullo, el gran regalo de ser su hijo.

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