
Por fin La Guajira empieza a pensarse desde sí misma. La reciente construcción del Plan de Ordenamiento Departamental (POD) no es solo un ejercicio técnico ni una reunión de expertos con planos en la mano. Es o debería ser una apuesta colectiva por sanar un territorio profundamente herido por el abandono, la desigualdad y la improvisación estatal.
En este primer paso participaron autoridades locales, entidades nacionales y, lo más importante, las comunidades del territorio. Las mismas que han esperado durante décadas que el desarrollo no sea sinónimo de despojo, que la palabra “progreso” no arrase con sus culturas ni convierta sus tierras en zonas de sacrificio para intereses ajenos.
Hablar de ordenamiento en La Guajira no es un tema menor. Aquí, donde se cruzan rutas ilegales con promesas incumplidas, donde conviven la riqueza minera con la sed de los niños, planificar el territorio es también hablar de justicia social y ambiental. Significa decidir qué se protege, qué se transforma, cómo se distribuyen los beneficios del desarrollo y quién tiene voz en esas decisiones.
Este POD no puede limitarse a un documento lleno de mapas y jerga técnica. Tiene que ser un acto de reparación histórica. Debe reconocer el lugar sagrado de los pueblos indígenas, la importancia del agua como bien común, el valor de la educación rural, la urgencia de la soberanía alimentaria, la necesidad de un empleo digno, y la posibilidad de vivir sin miedo.

Además, ordenar el territorio implica reconocer el alma de La Guajira: sus pueblos indígenas, afros, campesinos, pescadores, mujeres tejedoras, jóvenes creadores, sabedores ancestrales y líderes comunales que por generaciones han resistido a la exclusión. No se trata solo de gestionar el espacio físico, sino de garantizar el derecho a permanecer con dignidad en el territorio.
Pero atención: ningún plan será transformador si no va acompañado de voluntad política real, inversión pública transparente y seguimiento ciudadano activo. La historia de La Guajira está llena de planes que duermen en anaqueles institucionales mientras las comunidades siguen contando muertos por hambre, por sed o por olvido.
Este momento exige vigilancia, movilización social y veeduría ciudadana. Exige que las universidades, los medios, las organizaciones sociales y los propios habitantes del territorio hagan del POD una herramienta viva, crítica y participativa. Solo así podrá cumplir su promesa de futuro.

Y aunque el reto es gigantesco, también lo es la oportunidad. Si este proceso se mantiene con participación real, con respeto a los saberes ancestrales y voluntad política verdadera, podría convertirse en el primer paso hacia una Guajira más humana, más vivible y menos saqueada.
Ordenar el territorio es, en el fondo, ordenar el futuro. Y el futuro de La Guajira no puede seguir siendo un páramo de promesas rotas. Merece ser una tierra donde vivir valga la pena. Donde el desarrollo no llegue como imposición, sino como resultado de la escucha, el diálogo y la dignidad.