Edicion noviembre 23, 2024
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El triunfo de la decadencia humana

El triunfo de la decadencia humana

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Columnista- Rodrigo Márquez Rangel
Columnista- Rodrigo Márquez Rangel

«Cuando el sabio señala a la luna, el idiota se queda mirando el dedo». Con este fulminante aforismo, el pensador chino Confucio quiso explicar la conducta irracional de quienes, frente al conocimiento, ponen su atención en lo superficial y no en lo esencial, en lo insulso y no en lo racional. No es ninguna sorpresa constatar que esos idiotas de los que hablaba Confucio siempre han existido. Lo que, es más, ¿cuántas veces no nos hemos descubierto a nosotros mismos actuando de manera irracional e, incluso, en contra de nuestros propios intereses?

Es por eso que la sabiduría popular también nos ha enseñado que errar es de humanos y diversas corrientes de pensamiento no se quedan atrás al afirmar que el ser humano se encuentra desde el nacimiento hasta la muerte en un camino de perfectibilidad, lo que significa que ningún individuo de nuestra especie puede autoproclamarse ya perfecto o acabado en ninguna de sus dimensiones.

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Aunque el panorama no ha cambiado mucho desde hace veinticinco siglos, pues ayer como hoy, siguen muchos tontos mirando el dedo y no a la luna, nunca como en nuestros tiempos la necedad había sido motivo de presunción.

Desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII, se exaltó el triunfo de la razón y se la entronizó como una diosa. Y más allá de que estemos o no de acuerdo con la demolición de los sólidos valores medievales y con el rechazo de toda tutela sobrenatural que aquella entronización provocó, está fuera de discusión que la exaltación del carácter racional del hombre fue un fresco impulso hacia la búsqueda de nuevos conocimientos y el esplendor de las ciencias. Con todo, aquella cruzada iluminista no se alejó del ya ampliamente conocido y benéfico concepto aristotélico que afirma que el ser humano es un animal racional, y que la razón está por encima de los instintos.

Pero como le sucede a todo ídolo con4 pies de barro, la diosa razón recibió una mortal estocada a finales del siglo XIX e inicios del XX con la aparición de los llamados maestros de la sospecha: Karl Marx, Sigmund Freud y Friedrich Nietzsche. Simplificando los aportes que hizo cada uno desde distintos frentes, Marx propuso la creación de un paraíso en la tierra a partir de un concepto de igualdad social absoluta que hasta hoy ha sido imposible de ejecutar en la realidad; Freud supeditó la explicación de todos los procesos de la conducta humana a su libido; Nietzsche proclamó la destrucción y muerte de todos los principios sobre los que estaba cimentada la civilización occidental.

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Casi inmediatamente a la aparición de aquellas nuevas ideas, el mundo estalló en dos grandes guerras que dejaron ver los niveles de perversión y degradación a los que puede llegar el ser humano, el mejor caldo de cultivo para corrientes de pensamiento pesimistas que designaron al nuevo dios de turno: el absurdo. El coctel del caos y el deterioro cultural ya estaba servido.

¿Qué le queda al hombre si Dios fue asesinado y la trascendencia fue reducida a la categoría de una neurosis más? ¿Sobre qué fundamento se asienta su afán de progreso si la fe en la vieja técnica fue desechada cuando ésta se usó para crear armas más efectivas y así matar a millones de personas? Al destronar a la razón, a las generaciones posmodernas sólo les ha quedado adorar al dios instinto, un dios esclavista que lleva de regreso al hombre-bestia, el que vive para satisfacer su vientre. Ese dios manda que todo sea renombrado: el saber ahora es una mera opinión con obsolescencia programada, la moral ha tornado en conveniencia utilitaria, la felicidad se confunde con el hedonismo desenfrenado, el amor es antónimo de sí mismo, pues designa un egoísmo exacerbado que busca la conveniencia propia y no el bienestar del objeto de amor.

La decadencia es aún más notoria en ámbitos como el arte y la academia: basta comparar cualquier escultura renacentista con las cada vez más comunes aberraciones estéticas que se encuentran hoy en los museos de arte moderno. Basta afirmar que existen verdades objetivas para recibir insultos furiosos por parte de una turba de relativistas prefabricados. Basta decir que los datos científicos son más fiables que el relato de la ideología de turno para estar al borde de una demanda penal por crimen de odio.

El Bien, la Belleza y la Verdad, valores que en toda la historia intelectual de Occidente se habían mantenido incólumes, hoy son desechados frívolamente por caprichosos anarquistas del conocimiento. Muy atrás quedó el ideal del hombre iluminado que lograría superar el infantilismo de sus primeros estadios evolutivos y que prometía su realización definitiva, porque el intento de comprender el mundo a imagen y semejanza humanas es desestimado con el mote simplón de «antropocentrismo». Se celebra lo anormal, se sospecha de lo convencional, se desprecia lo estable, los cánones que ordenaban la cultura y la identidad son hechos trizas en nombre de un edulcorado concepto de deconstrucción.

Yo siempre he detestado a los predicadores de futuras tragedias, a los profetas de desgracias que denuncian las decadencias del presente mientras cierran los ojos a las del pasado; he intentado no ser del grupo de los románticos que creen que todo tiempo pasado fue mejor, pero no me queda más que rendirme ante la evidencia de los hechos. Sí, es cierto. Idiotas siempre han existido, pero ser uno de ellos era motivo de vergüenza, hoy se celebra con orgullo.

 

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